Mi última mañana en
Cusco desperté temprano, desayuné y salí del
Hotel Ruinas. El aire estaba fresco y el cielo despejado. Con una sonrisa dibujada en los labios caminé hasta la plaza, pasé a un costado de la catedral y me confundí entre los habitantes de la ciudad que iban a misa. Era domingo y
Cusco rebosaba de vida a 2.700 metros de altura.
Avancé por la
calle Marquez y llegué al
Mercado Central de San Pedro, ubicado a un costado de la iglesia del mismo nombre. Como mis viajes suelen ser breves, la mejor forma que tengo de zambullirme en las culturas locales es dar una vuelta por los mercados. Ahí las ciudades se dejan ver en toda su expresión de rostros, sabores y olores. El mercado me recibió con una bocanada de aire cálido. Caminé por estrechos pasillos donde ofrecían panes de huevo con rostros de bebés pintados y monedas sobresaliendo de la masa con forma de trenza. A un costado estaban las ventas de carnes, al otro los quesos y frutos secos. No faltaban los puestos con productos de artesanías, frutas y verduras. El lugar era enorme. Al final estaban las cocinerías, donde la gente desayunaba cazuelas y las mujeres cocinaban delante de ollas humeantes.
En una de las entradas del mercado, una cholita ofrecía cuyes asados y apilados dentro de un canasto de mimbre. Afuera, los puestos ambulantes convivían con almacenes y vehículos, dejando un reducido espacio para caminar y poco campo para hacer fotografías.
Volví sobre mis pasos, regresé a la
Plaza de Armas e ingresé a la
catedral de Cusco. Cuando estaba a punto de entrar un hombre me advirtió que no podía tomar fotografías. Dentro, el frío y la penumbra me recibieron. Por lo parlantes sonaba el discurso de un sacerdote que hablaba de San Sebastián. Desde lo alto de los muros internos colgaban enormes cuadros con rostros de hombres blancos. Más abajo las familias escuchaban respetuosas el sermón del párroco, con sus rostros morenos y ropas de colores. Cuando estaba a punto de rodear el altar, se acercó una mujer y me dijo que la catedral estaba abierta para asistir a misa, no para pasear por ella. Retrocedí y me paré a observar el rito católico. Antes de salir de la iglesia me puse a buscar una piedra tallada en forma de huevo. La encontré a un costado de la entrada principal, dentro de una caja de vidrio y con hojas de coca en su interior. Esta es una figura inca que hasta el día de hoy los habitantes pasan a venerar. Otro vestigio del pasado, palpitando silencioso, entre los muros de la cristiandad.
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Piedra de los Doce Ángulos, calle Hotonrumiyoc |
Salí de la
catedral, enfilé por
Hotunrumiyoc, vi la piedra de las doce caras y subí por la cuesta de
San Blas hasta la iglesia del mismo nombre. La rodee y me dejé llevar por estrechos y silenciosos pasajes, hasta que llegue a una pequeña plazuela donde un anciano miraba el horizonte y una mujer tejía escuchando radio. Me senté en una banca, disfruté de la tranquilidad del lugar, bebí un sorbo de agua y me dispuse a bajar.
Entre las casas del pasaje se podía ver a lo lejos el centro del
Cusco con la
catedral y las iglesias. Un par de veces me detuve a observar y luego seguí descendiendo hasta llegar al hotel, donde me pasarían a buscar para emprender mi regreso.
Valparaíso, Chile
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