domingo, 13 de enero de 2013
Un chocolate caliente en Café Riquet
Era un día de lluvia en Valparaíso. Desde los ventanales de mi hogar en Calle Dinamarca podíamos ver las casas mojadas del cerro Yungay y los vehículos que bajaban por la subida Ecuador. Como un acto de rebeldía en contra de la lluvia y la escasez económica, tomamos un mazo de cartas, agarramos un paraguas y partimos rumbo a la Plaza Aníbal Pinto.
Esta fue la primera vez que entramos al Café Riquet. Traspasamos el umbral y nos ubicamos en una mesa cercana a la ventana. Mientras observábamos a las pocas personas que circulaban bajo la lluvia, se acercó un mozo de pantalón negro, camisa blanca e impecable humita.
Le pedimos dos chocolates calientes y dos trozos de torta de merengue. Sacamos el naipe inglés y nos pusimos a jugar carioca.
En aquel tiempo nuestra vida giraba en dos ejes distintos. Mientras Macarena estudiaba sus primeros años de psicología, yo incursionaba laboralmente en COTRA. Por las tardes nos encontrábamos en alguna plaza y el tiempo se nos iba conversando de la vida y caminando.
Hicimos una pausa en el juego cuando el mozo regresó con el chocolate y las tortas. Afuera llovía a cántaros sobre una solitaria plaza, iluminada por unos tímidos faroles que dibujaban las gotas mientras caían y el cielo se oscurecía aún más.
En estas situaciones el tiempo cobra un ritmo distinto. Los minutos se vuelven más largos y los momentos sobrepasan el instante para volverse algo eterno.
Valparaíso tiene eso. Pequeños rincones mágicos, donde llegada la circunstancia, se roza la eternidad de un instante, como si se estuviera dentro de un cuento o una película.