El Coco Taxi atravesó la Habana Vieja y nos dejó justo fuera del Floridita. El guardia nos saludó, dio un paso al lado e ingresamos al bar donde inventaron el daikiri: una refrescante mezcla de ron, jugo de fruta y hielo.
El lugar estaba repleto. La barra era de color rojo. Tras ella, los barman preparaban daikiris en ruidosas jugueras y, al fondo, se levantaban refrigeradores antiguos y repisas repletas con botellas de ron. En la esquina izquierda del bar, una estatua a tamaño natural de Ernest Heminway apoyaba los codos sobre la barra, como esperando un trago que nunca iba a llegar.
Al lado de la puerta de acceso, una mulata cantaba rumbas junto a su banda. Pedimos dos daikiris y una tabla con pescado apanado. El ambiente era muy alegre. Brindamos y disfrutamos nuestros daikiris. A esta altura de la jornada nuestra ropa ya estaba seca, excepto por las zapatillas.
El Floridita tenía el mismo aire de los años 50 que inunda al resto de la ciudad. A medida que caía la noche el local se fue oscureciendo de a poco, hasta quedar iluminado sólo por el brillo tenue y amarillento de algunas ampolletas. Tras dos columnas de madera, más allá del ruidoso bar, se desplegaba un lujoso comedor, al que solo se podía acceder para cenar.
Pedimos dos mojitos más. La Habana nos había encandilado con su belleza colonial y su aire a pasado. Estábamos felices y debíamos brindar una vez más por la fortuna de poder conocer lugares tan maravillosamente como este.
Saqué algunas fotos más en El Floridita y nos fuimos a caminar por la ciudad. La noche ya había caído sobre La Habana. Los cubanos ahora regresaban a sus casas o compartían en las esquinas. Las calles estaban tranquilas, salvo en la Plaza de la Catedral donde un grupo de cubanos se nos acercó para ofrecernos cenar en un paladar.
No teníamos hambre, pero estábamos cansados. Accedimos al ofrecimiento un sonriente negro enfundado en una boina. Lo seguimos hasta el patio de su casa. Ahí nos atendió su bella hermana, quien nos preparó dos piñas coladas y una abundante cena con comida cubana. Más allá podíamos ver la ropa colgada de una casa, a una cubana transitando por la azotea de su hogar y un pequeño patio donde circulaban los vecinos.
La comida estaba sabrosa, pero no fuimos capaces de comerla toda. Nuestro día en La Habana estaba llegando a su fin. Pedimos la cuenta, agradecimos la cena y volvimos hasta la plaza cercana al Malecón. Tomamos un taxi y regresamos al hotel.
Atrás dejamos la belleza dura de La Habana. Había sido una jornada inolvidable. Dejamos los pies en la calle, bebimos mojitos y daikiris, comimos ropa vieja, brindamos en la Bodeguita del Medio, tomamos café en la Plaza Vieja, comimos chocolate en el Museo del Chocolate, anduvimos en Coco Taxi, nos empapamos en la Plaza de la Revolución, hablamos por el Malecón, brindamos imaginariamente con Heminway en El Floridita, seguimos caminando y cerramos en un paladar. ¡Qué día!
Estábamos exhaustos, saliendo de una ciudad de ensueño y de regreso a las comodidades de un hotel que tampoco escapaba al aire de los años 50. Nos encontramos con una pareja de chilenos, compartimos algunas de nuestras experiencias y nos invitaron a beber mojitos al lobby, donde un grupo de músicos tocaban al son cubano. Otra vez brindamos, otra vez hablamos sobre los viajes, otra vez conversamos de la vida. Estábamos felices. La Habana nos abrazo con cariño y nosotros nos dejamos querer por la ciudad.
Pucón, Chile
7 de febrero de 2016
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