A pasos de la Plaza de Armas se abre una callejuela que avanza entre enormes bloques de piedra cortados de manera exacta para que cada unidad encaje una con otra. Estaba en el pasaje Hatunrumiyoc, donde se encuentra la piedra de los doce ángulos, custodiada por un inca de carne y hueso, quien por unos soles está dispuesto a posar para una fotografía.
Mientras la noche caía sobre Cusco avancé por este pasaje y comencé a ascender por una estrecha calles de adoquines, donde solo cabía un auto a la vez y las veredas permitían el paso apretado de no más de dos personas al mismo tiempo.
Subir una pendiente que en Valparaíso no me significaría ningún esfuerzo, a 3.300 metros de altura se transforma en un ejercicio que agota rápidamente. Las bases de piedra del principio dieron paso a casas adaptadas como galerías de arte, puestos de artesanía, cafés, hostales y restaurantes.
Cuando me detuve y di vuelta la mirada me encontré con un bello espectáculo de casas que bajaban por el camino estrecho. Al fondo se alzaban los cerros con sus casas humildes y, delante de ellas, se asomaba el campanario fastuoso de la catedral.
Entusiasmado por esta arteria urbana llena de encanto, seguí subiendo a paso lento, hasta que me encontré con la iglesia de San Blas y una pequeña plaza con una fuente de agua. Desde ahí pude pude acceder a una hermosa vista de Cusco, cuando el cielo ya estaba oscuro y la luna menguante se alzaba sobre la catedral.
Hernán Castro Dávila
Noviembre 2014
Cusco, Perú