Salí del aeropuerto con la mochila a mi espalda, pregunté por un minibús y me dirigí hasta donde me indicaron. Me imaginé una micro, pero me encontré una van llena de trabajadores. Le pregunté al chofer si pasaba por San Francisco, me dijo que sí, tomó mi mochila y la lanzó al techo, donde una estructura de madera debía asegurar que no se cayera. Me subí y partimos.
No alcanzamos a avanzar mucho cuando quedamos en el primer taco para ingresar a la carretera principal de El Alto. La calle tenía habilitada una vía por lado, separadas por una barrera de seguridad. Los vehículos que más predominaban eran los minibuses. De pronto, a mi lado se asomó el valle donde se encontraba La Paz, poblado de punta a punta.
A medida que descendíamos el tráfico se volvía más caótico. Algunos pasajeros se bajaron en segunda fila, esquivaban los autos y llegaban a la vereda. Estábamos en eso cuando sentí que ya estábamos llegando al centro de la ciudad. Le pregunté a un par de caballeros por la plaza San Francisco. Ambos me miraron y me dijeron: "Esta es".
¡Valor! Estábamos en segunda fila y con mi mochila en el techo del minibús. "¡Acá me bajo! ¿Cuánto es?". Cuatro bolívares, respondió el chofer. "Acá no puede bajar si tiene el bolso arriba" dijo una pasajera."¡Aproveche la roja!" gritó el chofer. Abrí la puerta, tome la mochila desde el techo, cerré la puerta, esquivé los vehículos y quedé ahí: bajo la Iglesia San Francisco.
Hernán Castro Dávila
La Paz, Bolivia