El miércoles desperté a las cinco de la mañana en Valparaíso. El día anterior dejé a Maga en casa de mis vecinos. Terminé de ordenar la mochila, revisé que todo estuviera apagado y partí. A las seis y media estaba tomando la primera micro del día. Dentro me encontré con la señora Luisa.
Me bajé llegando a Plaza Sotomayor y esperé unos minutos hasta que abriera el Kiosco Roca. Me comí dos choripanes con una leche con plátano, revisé Twitter en mi celular y partí rumbo a la universidad.
El día se me pasó volando entre reuniones, conversaciones con mis compañeros y correos electrónicos. A las 17:30 me despedí de todos y una de mis compañeras me llevó en vehículo hasta el rodoviario.
A las 18:40 ya iba rumbo a Santiago. A las 20:00 llegué a Pajaritos, mi amiga Marietta me devolvió la riñonera que le presté para su viaje a Perú y tomé un bus al aeropuerto. Una vez ahí averigüé la hora para embarcar el equipaje. Cuatro horas antes de subir a avión, me respondió la ejecutiva de Latam. Eran las diez de la noche y el vuelo saldría a las 6 de la mañana. Todavía me quedaban alrededor de ocho horas para deambular por ahí.
En general no me molesta esperar, siempre que esté cómodo y con el estómago satisfecho. Caminé con mi mochila hasta un restaurante, pedí un shop y una hamburguesa con tocino, queso y papas fritas. De ahí en adelante el tiempo pasó lento, pero de forma agradable: escribí, vi un capítulo de Bala Loca, cargué el equipaje, pasé por policía internacional, dormí un par de horas en una banca, compartí contenido de Apuntes y Viajes en las redes y, finalmente, llegó la hora de abordar.
Atontado por el sueño , pero feliz por el viaje, me acomodé en el avión y me dormí. Llegando a La Paz, el piloto anunció el final del vuelo.
Ahí estaba otra vez: Pasando por policía internacional y recuperando el equipaje para salir a descubrir una nueva ciudad, 3.000 metros más arriba que hace 24 horas atrás.
Hernán Castro Dávila
27 de abril del 2017
La Paz, Bolivia