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viernes, 17 de julio de 2015

El Valle Sagrado de los Incas



Esperé quince minutos. Ya eran las nueve de la mañana y estaba ansioso por iniciar mi recorrido. Me acerqué a la recepción y les dije que si llegaban a buscarme ya me había ido. Tomé mi mochila y caminé hacia la entrada. En eso entra una mujer con un celular en la mano, acompañada por por un hombre alto y moreno, con un gorro de colores y un pompón en la cabeza: ¿Hernán? Me preguntaron. El recepcionista sonrió aliviado y yo salí con la mujer del Hotel Ruinas.


Cruzamos la calle y la mujer intentó detener un taxi, al mismo tiempo que llamaba a alguien por teléfono. Finalmente logra que un vehículo se detenga y me subo con ellos. Avanzamos a toda velocidad por las calles de Cusco y nos bajamos en Plaza San Francisco. Ahí nos esperaba un bus repleto de turistas peruanos y latinos. Tomé asiento y el bus arrancó hacia el Valle Sagrado.

Saliendo de Cusco, pasamos por fuera de Saqsayhuamán, Pukapukara y Tambomachay. Seguimos avanzando por la carretera hasta nuestra primera parada, una ladera desde donde se tenía una hermosa vista al Valle Sagrado de los Incas. Rodeado de altas montañas, el valle se dibujada verde y atravesado por un río. Era increíble ver un lugar así a tanta altura. Seguimos avanzando. En el camino  vi desde mi ventana plantaciones de maiz al borde del río. Hombres y mujeres aparecían trabajando la tierra, en una imagen que podría tener cientos de años.

Mercado de Abastos de Pisac

Mercado de Abastos de Pisac

Mercado de Abastos de Pisac

Ingresamos al pueblo de Pisac y nos detuvimos fuera de la feria de artesanía, mientras el guía llevaba a los turistas de compras, yo aproveché de escaparme al Mercado de Abastos, justo al lado. Dentro las mujeres atendían pequeños puestos donde ofrecían frutas, verduras y gran variedad de maíces: amarillos, morados, blancos y negros. Saqué algunas fotos, bebí un jugo de mango con naranja y volví al bus. Según me dijo una de las vendedoras, todas las frutas y verduras eran producidas en el mismo valle; salvo las manzanas, que venían de Chile.

De regreso al bus me tomé el resto de jugo y comenzamos a ascender a las ruinas de Pisac, a unos quince minutos del pueblo. 

A medida que el bus serpenteaba por el cerro divisábamos las espectaculares terrazas incas. Por todo el borde de la ladera se veían las estructuras diseñadas para cultivar hortalizas... Hace más de quinientos años.

Pisac

Pisac
Pisac

 El bus se estacionó, sorteamos a los vendedores de artesanía y accedimos a un mirador desde donde se podía observar las terrazas desde lo alto y, sobre ellas, una fortaleza inca. El guía nos dio algunas explicaciones y pronto enfilamos hacia la fortaleza. Debido a la altura, y con la experiencia del día anterior, opté por ir a paso lento, concentrándome en respirar y descansar cada cinco minutos. Así llegué hasta la parte superior de la fortaleza, donde corría un fuerte viento helado y se tenía una hermosa vista a las terrazas y parte del valle. Ingresé a una de las habitaciones de piedra, a salvo del sol y el viento, y guardé silencio.

Cuando bajé de la fortaleza me detuve en los vendedores de artesanía y compré un hermoso mantel tegido con motivas incas.

Abordé nuevamente el bus, atravesamos el poblado de Pisac y continuamos nuestro viaje bordeando el río y las plantaciones de maiz.

Almuerzo en Urubamba

Nos detuvimos a almorzar en Urubamba. Me sumé a una familia peruana proveniente de Arequipa, pedí una Cuzqueña y partí con mi festín de comida altiplánica. 

Con el estómago lleno y algo de sueño volvimos al bus. La siguiente parada fue en el pueblo de Ollantaytambo. Desdecendimos del vehículo y enfilamos hacia una fortaleza inca emplazada a un costado del pueblo, cerro arriba.

Ollantaytambo

Ollantaytambo

Ollantaytambo

Peldaño a peladaño. Piedra a piedra. En mi boca el dulce de coca se deshacía junto con el azúcar y me daba confianza al tiempo que respiraba profundo y daba un paso tras otro. Cuando llegamos a la mitad de la fortaleza nos detuvimos y el guía nos explicó que este era un lugar estratégico para controlar el acceso al valle, primero contra las tribus que no querían someterse al dominio inca y, finalmente, contra los españoles. Al frente de nosotros había otro cerro, donde se podían distinguir dos enormes rostros de piedra y aún se adivinaban algunas formas talladas por los incas. Desde la cima se tenía una visión global del Valle Sagrado al tiempo que el sol ya se acercaba al horizonte.

Ollantaytambo

Ollantaytambo

Ollantaytambo
Hablé con la guía y acordamos un punto y hora de encuentro en las faldas de la fortaleza. Hecho esto bajé desde lo alto y me encaminé hacia el centro del poblado de Ollantaytambo. Llegué hasta la plaza y luego me metí por unas estrechas callejuelas donde casi no había personas. De vez en cuando me cruzaba con unos niños jugando, alguna cholita o una pareja de turistas. Las casas eras construcciones del periodo inca, con muros de piedra tallada, con puertas de madera y segundos pisos de la época colonial. A medida que recorría las callejuelas el silencio fue interrumpido por el sonido del agua corriendo por un canal de piedra, probablemente elaborado en periodo inca. Me detuve un momento a oír y observar este lugar fuera del tiempo. El agua corría como desde hace siglos y los escasos minutos pasaban lento.

Me devolví sobre mis pasos, llegué hasta el punto de encuentro y continuamos nuestro camino.

Camino a Chinchero
El bus enfiló hacia Chinchero. El sol se escondió tras la cordillera y el paisaje por el que avanzábamos estaba desolado, sin más vegetación que un suave pasto amarillento. Estábamos llegando a los cuatro mil metros de altura, el punto más alto al que llegaría en mi estadía en Cusco. En mis audífonos sonaba "La vuelta al mundo" de Calle 13 y de mis ojos casi caen un par de lágrimas. Había llegado a la cima de la montaña, cumpliendo el viaje que soñara hace casi dos décadas. En un momento me vi a mí mismo, con mis 35 años, arriba de ese bus en medio de la nada. Y me sentí pleno. Las cosas estaban en su lugar. Por fin había encontrado mi espacio en el mundo.

Chinchero

Chinchero

Chinchero

En el pueblo de Chinchero nos esperaba un grupo de mujeres que nos enseñaron la forma tradicional del teñido de lana, así como la confección de telas con motivos locales. El lugar donde nos recibieron era muy sencillo. Captó mi atención la viveza de los colores de las telas y el orgullo de las mujeres al explicar sus tradiciones. Entre los telares y los turistas deambulaba un pequeño descalzo y con los moquitos colgando. Mientras filmaba escuchaba como esas mujeres aymaras explicaban sus técnicas ancestrales primero en español y luego en inglés. Después nos hicieron pasar a unos puestos de venta donde exponían hermosos chalecos, bufandas, gorros y guantes de alpaca. Compré un par de regalos, terminó de anochecer y bajamos caminando hasta el pueblo. Ya casi no quedaban turistas, salvo nosotros. A paso lento, pero muy lento subimos hasta la plaza. Una vez más, una perfecta estructura inca servía de base a una iglesia colonial.

La noche ya había caído sobre el Valle Sagrado, la pureza del aire, la falta de oxígeno y una inmensa soledad me rodeaba. Respiré el aire fresco, caminé despacio en torno a la plaza y descendí los peldaños hasta el bus.

Estaba exhausto y extasiado. Este mundo maravilloso en las alturas todavía resiste. Ya lo hizo con el español y el catolicismo. Hoy lo hace con los turistas. Porque en este mundo la resistencia de la tradición coexiste con la adopción de nuevas creencias y formas de economía. Porque aquí el pasado se respira y se escucha, al tiempo que el presente circula por sus veredas y luego se retira.

Hernán Castro Dávila
08 de noviembre del 2014
Valparaíso, Chile

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