Entrada a Ana Te Pahu |
La primera cueva a la que llegamos lleva por nombre Ana Te Pahu. Al descender del auto y acercarnos a la boca de la cueva vimos un grupo de palmeras y una gran entrada de roca a la que se podía acceder descendiendo por una escalera de piedras volcánicas.
Hacia dentro la luz comenzó a escasear hasta desaparecer por completo. Delante de nosotros una guía turística iluminaba el camino con una linterna, por lo que nos sumamos a su grupo.
Ana Te Pahu |
De pronto, la oscuridad se rompió de golpe por un haz de luz y una suave llovizna que caía sobre las rocas. Un poco más adelante nos sumergimos nuevamente en la penumbra, para finalmente llegar hasta una terraza de piedra volcánica llena de plantas sobre las cuales caía la luz y una suave llovizna.
Ana Te Pora |
Para llegar a la segunda cueva tuvimos que sortear un camino cada vez en peores condiciones. Ana Te Pora no tiene ningún cartel que la anuncie. Las instrucciones que nos dieron oralmente fueron las siguientes: la entrada a la cueva se encuentra justo debajo de la única higuera que hay en el lugar.
Y así era. En medio del páramo se alzaba una higuera y bajo este árbol había un orificio rodeado de piedras en el que nos introdujimos con cautela. Casi de inmediato quedamos inmersos en una oscuridad absoluta, la que rompimos parcialmente con una pequeña linterna al tiempo que avanzábamos agachados por un pasillo estrecho. A medida que descendíamos el túnel se fue haciendo más ancho, hasta que de pronto divisamos un hilo de luz proveniente de la salida.
Ana Kakenga |
En la tercera cueva, llamada Ana Kakenga, no había ni un árbol ni nada que indicara su existencia más que un hoyo de medio metro de diámetro rodeado de piedras.
¿Será aquí? Nos preguntamos. Me acerqué al forado, metí mis dos pies y comencé a descender con cautela. ¡Parece que esta es la cueva! Le grité a Macarena y ella comenzó el descenso.
Nos tomamos de la mano y nos internamos en la oscuridad, iluminando centímetros de superficie con mi pequeña linterna de bolsillo. El espacio era más estrecho que en las cuevas anteriores, pero al avanzar comenzaba a ampliarse.
Ana Kakenga |
De pronto aparecieron dos figuras blancas de forma circular. A medida que nuestros ojos se acostumbraron a la luz pudimos distinguir la forma celeste del mar y una isla, al mismo tiempo que escuchábamos como las olas reventaban a los pies del acantilado. Nos sentamos estupefactos y contemplamos en silencio. No había nada más que decir.
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